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Un sueño incomprendido: volver al rincón del que tantos solo quieren irse

En la frontera entre Brasil y Perú, ese punto sometido por traficantes de personas, languidece Rony Cadet y su familia. Vivían en Sao Paulo, pero la pandemia los empujó a un éxodo de retorno. Sin embargo, a diferencia de tantos, no apuntan a México o EE. UU., los destinos más buscados por los migrantes haitianos, sino a su propio país, el más pobre de América. Son los rostros de una tragedia humanitaria incomprendida que arrastra cada vez más impunidad.

Por: Luis Páucar

La lluvia torrencial se ha desatado en la frontera esta mañana de abril. De pie, en el vano de la puerta, está Rony Cadet; las manos anudadas, sin barbijo. El insomnio lo ha convertido en un hombre óseo que contempla la lluvia, escupe la tierra y cierra la puerta de un chasquido. Joanika Dumorné, su esposa, prepara el almuerzo. Mahatma, Maotselinho y Michael, sus hijos, se disputan un caramelo de fresa —y Rony, a veces, los regaña en francés—. Desde hace un mes habitan este cubículo al lado de la capilla Deos é amor, en Assis Brasil, el último municipio brasileño en el estado de Acre. Primero acamparon en un colegio, después en un refugio (junto a otros migrantes) y finalmente en la plaza, sobre la glorieta, bajo los molles marchitos, donde un párroco los vio y les cedió el espacio. Aquí permanecen desde que intentaron cruzar hacia Iñapari —el poblado peruano vecino a Assis Brasil—, pero la Policía los replegó con bombas lacrimógenas y empujones. Rony fue golpeado en la espalda y Joanika, en medio del tumulto, cayó de rodillas abrazada a sus niños.

Fue el 14 de febrero.

Se disponían a cruzar el paso que une ambos países, el Puente de la Integración. Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), eran 380 migrantes. De acuerdo a la Agencia France-Presse (AFP), 450. Fueron, en realidad, 670 y llegaron por grupos en los días previos. Decían que solo necesitaban permiso de tránsito en Perú, pues su destino era Ecuador, Estados Unidos o sus respectivos países (Senegal, Burkina Faso, Pakistán, Bangladesh e India). La frontera, sin embargo, estaba cerrada por decreto y el Gobierno peruano había declarado una veda migratoria desde Brasil, Reino Unido y Sudáfrica ante las nuevas variantes del coronavirus.

Cerca del mediodía, los migrantes sobrepasaron a los uniformados, avanzaron hasta las primeras calles de Iñapari y se escondieron entre las casas. En unas horas, con gas pimienta, fueron devueltos a territorio brasileño. Catorce de ellos recibieron asistencia en el puesto de salud local, debido a contusiones y cuadros de asfixia (mientras los sanitarios los atendían, la Policía los obligó a subir a las patrullas para ser expulsados); y allí, en la otra mitad del puente controlada por la Policía Federal, durmieron en carpas durante tres semanas. Había niños, personas con discapacidad, embarazadas —una de las migrantes moriría en un centro de salud brasileño— y estaba, también, Rony Cadet con su familia. La ayuda humanitaria tardó unos días. Hubo diálogo diplomático entre Perú y Brasil, aunque sin soluciones específicas. La sede de la ONU en Brasil tampoco pudo hacer mucho. Ayudados por Acnur, Cáritas y el gobierno local, fueron ubicados en una escuela de Assis Brasil y finalmente en un refugio. Muchos decidieron volver a las ciudades brasileñas de las que habían salido (Sao Paulo, Brasileia, Río Branco) a causa de la pandemia. Y otros, como Rony y los suyos, se quedaron allí, agotaron el exiguo dinero que tenían y aún ahora conservan el sueño de dejar este confín.

Conocí a Rony Cadet en la Secretaría Municipal de Asistencia Social de Assis Brasil. Había llegado a repetir eso que le escucharía varias veces: “No quiero ir a Estados Unidos —su voz gutural, a veces desgastada—: quiero volver a Haití, aunque sea a morir”. Había dejado el país más pobre de América ocho años atrás, luego del terremoto, un brote de cólera y una crisis feroz. Voló a Brasil en 2013, poco después de convertirse en padre, y trabajó como vendedor de golosinas en las estaciones de tren, como mozo, como albañil, hasta que hubo dinero suficiente para traer a Joanika, su esposa, junto a su primogénito (sus otros hijos nacieron en Sao Paulo, donde se establecieron). En octubre de 2020, Rony entendió que Brasil ya no era una posibilidad: el gigante sudamericano avanzaba hacia otra catástrofe económica y la pandemia lo convirtió en un moridero descomunal. Brasil, que hoy acoge a unos 107.000 haitianos, ya no era un lugar para vivir tranquilo. De modo que Rony y los suyos avanzaron en bus hacia Río Branco (durmieron en terminales, pidieron ayuda en la calle: en suma, se entregaron a la deriva), hasta que llegaron a Assis Brasil la primera semana de febrero de 2021, cuando ocurrió el suceso del puente.

Lo vi por primera vez en la sede de la asistencia social: había acudido a pedir ayuda porque, según sus cálculos, necesitaba 20.000 reales (unos 3.900 dólares) para marcharse a Haití. Me inquietó saber por qué quería retornar a ese país en el que muchos solo sueñan con irse (según la ONU, tiene el 14,08% de su población fuera; el 59% de su gente vive por debajo del umbral de pobreza y más del 24%, en pobreza extrema); por qué si sus compatriotas apuntaban a México y, por supuesto, Estados Unidos, donde la administración de Joe Biden prometió una política migratoria más "humana". La vida de Rony, además, abarcaba tres éxodos haitianos memorables: uno mayúsculo y de salida entre 2010 y 2014 y otros dos de retorno, en 2016, con el desplome económico que sufrió Brasil y, el más reciente, desde 2020 hasta la fecha, debido a la pandemia. La segunda vez que vi a Rony Cadet fue en su cubículo. Miraba la lluvia mientras llegaba el almuerzo. Escupió con enojo y cerró la puerta para que el piso no se anegara. Del techo caían unas hormigas alargadas. Él las tomaba como quien toma un pétalo y las soltaba, intactas, en el piso. A Maotselinho le gustaba jugar con esos bichos, pero Rony le decía, en francés, que no les hiciera daño, que las dejara libres porque eran hormigas de lluvia.

—Sírvase usted— invitó, ya en español jaspeado con portugués—. Es poco, pero así comemos. El almuerzo era el mismo todos los días: sopa de cebollas.

***

Esta es la historia de un limbo donde languidecen, día a día, decenas de migrantes como Rony y su familia: los rostros más visibles de un drama humanitario que echó raíces desde 2010. En este límite operó, durante al menos cuatro años, una mafia compacta de traficantes, parte de una red trinacional (Ecuador, Perú y Brasil), que se embolsó miles de dólares a causa del sufrimiento. Aquí, según la Iglesia, hubo migrantes abusadas por ‘coyotes’ (traficantes de migrantes) y haitianos desaparecidos de quienes nadie habló. Es un paso que, con el tiempo, se volvió más impune. El retorno es un tópico de alto interés humano. No poder volver despliega una tragedia aún mayor y quizá, por eso, incomprendida.

***

El 12 de enero de 2010, un terremoto de magnitud 7,2 sacudió Puerto Príncipe. Era martes. Rony Cadet —que entonces tenía 25 años y estudiaba Informática— se alistaba para mirar televisión en su casa de Groix-des-Bouquets, a veinte minutos de la capital haitiana. La tierra tembló en poco más de 10 segundos, pero produjo una devastación sin precedentes con 316.000 muertos, 350.000 heridos y un millón y medio de desplazados. Aún ahora, 11 años después, la nación sufre las secuelas del desastre.

—Yo salvarme por milagro —decía Rony—, bajé por el balcón con dos de mis amigos. Vimos heridos, muertos, mutilados. Mi dios. Era como el fin del mundo, pero esas cosas pasan en mi país. Después en mi país pasaron tantas cosas, usted sabe. Cuando llegó la enfermedad, yo digo: mi dios, tú nos vas a dar fortaleza.

El brote de cólera estalló en octubre de ese mismo año: infectó a casi 820.000 y mató a otros 9.792. Pero tampoco alcanzó a Rony Cadet.

—Seguramente me libré por un propósito —especulaba—, pero allá todos somos sobrevivientes. Haitiano es resultado de la supervivencia.

Se hizo mercader en ese país magullado. Los fines de semana se ausentaba de la facultad para viajar a la frontera con República Dominicana y compraba productos que revendía a sus vecinos.

—Siempre, en el camino, yo respetar a los demás. Siempre estaba con la fe en que puedo ser mejor —decía Rony—. Yo iba a la República Dominicana a traer jabón, jugo, galletitas. Los vendía. Me iba bien, no quejarme. Después asumió Michel Martelly (expresidente de Haití) y empezó a cerrar fronteras, persiguió a comerciantes, bloqueó el comercio ilegal. Me bloqueó.

En 2012, tras adquirir la visa con el dinero que había ahorrado del negocio informal, Rony se estableció en República Dominicana para estudiar español (además hablaba francés y criollo, la lengua de Haití). Ya había ennoviado con Joanika Dumorné. Ella estaba embarazada. Allí, en República Dominicana, escucharía hablar por primera vez sobre Brasil.

—Escuché muchas cosas buenas de Brasil —decía Rony—: un país maravilloso, sabe. Un país distinto al mío. Solo cosa buena se hablaba.

Brasil y Haití habían establecido relaciones diplomáticas desde 1928. Tras el terremoto, la expresidenta Dilma Rousseff se había reunido con Martelly para cerrar lazos económicos y brindar atención a los desplazados haitianos. Brasil, asimismo, se iba a convertir en la única nación del continente en adoptar una política migratoria especial de carácter humanitario para los ciudadanos de este país. No era casual que, a lo largo del semestre que estudió español, Rony escuchara hablar de esa “tierra prometida”.

—Mis amigos decían: vámonos, en Brasil podemos tener mejor vida. Esa era la palabra que todos repetían.

Pronto dejó las clases en República Dominicana para volver a Haití. Su primogénito había nacido.

—Ahora yo pensé: ya soy padre, debo buscar un futuro para el niño —seguía Rony—. Y me tocó salir porque la cosa era terrible, mi dios. Yo después he comprendido que la misma vida en Haití te dice: vámonos.

Partió en 2013.

La diáspora había estallado tres años atrás. Desplazados por el terremoto, los haitianos salían de Puerto Príncipe a Santo Domingo, donde compraban un pasaje de avión con destino a Panamá. Continuaban en avión o autobús hasta Quito, luego hasta la ciudad fronteriza de Tumbes, en Perú, y a continuación por Piura, Cusco, Puerto Maldonado y finalmente Iñapari. Una vez allí se repartían a las demás ciudades brasileñas. Ese itinerario produjo que el tráfico de personas dejara una larga estela de impunidad que no tocó a Rony Cadet porque él, a diferencia de tantos, gastó sus ahorros en un pasaje de Haití a Sao Paulo, con escala en República Dominicana. Fue un viaje de casi 12 horas.

De 1986 a la actualidad, Haití tuvo una veintena de gobiernos, encabezados por militares, presidentes electos o interinos, consejos de ministros o gobiernos de transición. Su último presidente, Jovenel Moïse, acaba de ser asesinado. Más de la mitad de la población sobrevive con menos de 2,4 dólares al día, según el Banco Mundial. Es el país con más ONG por persona, y víctima de ellas. La inseguridad impera bajo secuestros, extorsiones y pandillas. Y con un sistema de salud trágico para afrontar la pandemia, completamente desfalcado, Haití es simplemente una nación a la deriva.

De allí salió Rony Cadet hace ocho años. Allí quiere volver ahora, pero no puede.

***

Para visitarlo cruzo el río Acre desde Iñapari, ese pueblo peruano habitado por 1.500 personas, 200 casos de coronavirus y cuatro decesos hasta la última semana de abril de 2021. Los peque-peques cobran cinco reales (menos de un dólar). Un policía peruano —hay 16 en este rincón del Perú— vigila la salida y llegada de pasajeros. Deberían impedir el pase, pero es imposible bloquear dos ciudades que, desde su fundación, son prácticamente una. Algunos pobladores de Iñapari, por ejemplo, viajan a trabajar a Assis Brasil, o van a comprar churrasco, jabones, papel higiénico. Algunos pobladores de Assis Brasil, de igual forma, llegan a Iñapari a trabajar, o para llevar verduras, pizza, gaseosa Inkacola. Algunos de Iñapari, además, se casaron con otros de Assis Brasil, y viceversa. Cruzar el río es cotidianidad, a pesar de que el puente es intransitable. Lo hago junto a un militar vestido de civil. Es joven y hercúleo. Dice que los propietarios de estas balsitas cobran a los migrantes para cruzar hacia el lado peruano: por cincuenta u ochenta dólares los ingresan de manera irregular, por la noche, ocultos entre el follaje, aunque de inmediato la Policía peruana —que también cobra, según denuncias de los migrantes— los identifica en las calles de Iñapari y los retorna otra vez a lado brasileño.

—Sabemos quiénes cobran —cuenta el militar—, pero da igual porque al final son deportados y eso es lo que interesa.

La balsita se detiene en la otra orilla ocho minutos después. Aparece la Policía Federal y el Ejército de Brasil con sus armas monumentales. Camino por una trocha que desemboca a la plaza principal de Assis Brasil, una ruta cargada de zancudos y lagartijas, alguna rana distraída.

Rony Cadet, como de costumbre, espera en el cubículo junto a la capilla Deus é amor.

***

Rony y Joanika ennoviaron en la época en que él vendía productos traídos de la frontera. Ella vivía en la comuna de Ouanaminthe, muy cerca de República Dominicana. Estudiaba Derecho. Él viajaba con frecuencia a verla. Sus vidas haitianas se enroscaban en un vacío común: el padre de Rony huyó durante el embarazo de su madre, que fue trabajadora doméstica en casa de los Cadet; y el de Joanika había muerto accidentado cuando ella tenía solo tres meses de nacida.

—Su historia me encantaba —decía Rony—, me encanta hasta hoy. Me enamoró mucho que ella hablara francés perfecto. Es una lengua dominadora allá en Haití. Cuando usted no habla francés, es discriminado. Cuando habla francés, te atienden con respeto. Fue una lucha para mí. Por eso mis crianzas hablan francés.

Joanika, meses después, iba a acompañar a Rony al encuentro de su padre. Necesitaba verlo. Ella lo ayudó a sanar esa herida de la infancia.

—¿Verdad que sí? — preguntaba Joanika.

—Mi dios, no sé qué hubiera pasado si no la conocía —replicaba Rony—. Fue mi complemento. Recuerdo que nos abrazamos fuerte cuando dejé Haití.

—Lloramos mucho — respondía Joanika. — Yo pensar que no vería más.

—Yo dije: si no logro llevarte conmigo, volverán mis cenizas—.

Pero la promesa se cumplió y se reencontraron luego de tres años y medio, en 2016, cuando él solicitó la reunión familiar a la embajada de Brasil en Haití. Pagó la visa y el vuelo con el dinero que, durante ese tiempo, había ahorrado vendiendo golosinas en los buses, desde el alba a la medianoche, y en otros trabajos espontáneos. Su primogénito ni siquiera lo recordaba, pero estaban juntos nuevamente. La vida, por ese instante, fue un bálsamo.

***

Haití encadena casi un siglo de migración ininterrumpida. Quienes dejaron ese rincón de Centroamérica apuntaron principalmente a Estados Unidos (al menos un millón vive allí), República Dominicana, Cuba, Canadá y Francia. Sin embargo, desde la primera década del siglo XXI, Sudamérica devino en un nuevo destino y, entre los países de esta región, Brasil fue el más buscado. Los primeros grandes flujos se registraron entre 2010 y 2011, debido al terremoto. Fue un fenómeno tan vertiginoso que pronto Brasil creó una categoría especial para atenderlos: su administración empezó a otorgarles visa humanitaria, renovable cada seis meses, con la cual obtenían permiso de residencia y otro para laborar legalmente. La respuesta, sin embargo, produjo algunos efectos: las autoridades migratorias se desbordaron, los gobiernos locales se quedaron sin capacidad de atención. El éxodo haitiano representó graves crisis humanitarias en la frontera entre Perú y Brasil, específicamente en Iñapari. Los haitianos sin visa vararon en ese pueblo peruano, impedidos de ingresar a suelo brasileño, en esos primeros años y luego en agosto de 2012: fueron flujos que rozaron los 350 migrantes, la mayoría atraídos con la promesa de trabajar en la construcción de estadios o sedes deportivas de cara al Mundial de fútbol 2014 y los Juegos de Río 2016. Algunos fueron internados en estado de coma en el hospital de Assis Brasil, otros presentaron desnutrición y unos pocos estuvieron al borde de la inanición. Por estos casos puntuales —y por desatender el drama migratorio—, Brasil evaluó denunciar a Perú ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El requerimiento de mano de obra produjo, además, que los traficantes de personas consolidaran una ruta entre Ecuador, Perú y Brasil, a la que también eran sometidos africanos y dominicanos, según el entonces gobernador de Acre, Tião Viana. Por su parte, Mauricio Santoro, ex asesor de derechos humanos para la organización Amnistía Internacional Brasil, advirtió a la BBC que la ley brasileña sobre tráfico de personas era frágil: el delito solo se contemplaba cuando involucraba prostitución forzada, de modo que el ámbito legal no podría tener mayor injerencia en estos casos de violación de derechos. El economista del desarrollo Carlos Nieto apunta que el tráfico de personas se consolidó con impunidad sobre todo cuando el Gobierno peruano empezó a exigir visa a los haitianos, hacia 2012, y cuando Brasil cerró sus fronteras, en fechas ocasionales, ante su llegada masiva. Esta reforma más bien creó “condiciones necesarias para que las bandas de traficantes y pasadores encuentren una población susceptible de explotación”, escribe Nieto en el estudio ‘Migración haitiana a Brasil. Redes migratorias y espacio social transnacional’. De 2011 a 2015, por lo menos 38.000 haitianos cruzaron la frontera hacia Brasil sin visa, bajo esta red trinacional que se embolsó unos $60 millones en esos cuatro años, de acuerdo a un informe de la Agencia Brasileña de Inteligencia (Abin). "Son dominicanos, también brasileños, los hay en la policía de Perú —señaló el informe de la agencia— (…) Los haitianos relatan que son víctimas de abusos y robos. Nuestra investigación estima que, en promedio, gastan $2.912 en el trayecto, aunque hay algunos que llegan a invertir más de $5.000”.

—Yo te voy a hablar de lo poco que se habla— comenta el padre Paolo Parise, director del albergue Misión Paz, agencia socia del Acnur. Guarda silencio al otro lado del teléfono. Se ha animado a conversar después de mucho y pese a las amenazas. Es italiano. Llegó a Brasil en 1984, luego de ayudar a los migrantes del norte de África que cruzaban el Mediterráneo. El equipo que lidera ha brindado asistencia a cerca de 55.000 migrantes de distintas nacionalidades. Diez años después, al otro lado de la línea, recuerda el caso de cuatro haitianas que fueron ultrajadas por los traficantes en aquellos años, cuando intentaban cruzar de Perú a Brasil (una de ellas, menor de edad, estaba embarazada). Las acompañó a denunciar a la instancia policial, pero las sobrevivientes se desanimaron en la puerta de la comisaría.

—Hay que ser muy riguroso para abordar cada caso —sigue Parise; será la única vez que hable, no contestará más—, pero lo que te puedo decir es que muchas fueron abusadas. A otras les hacían pagar su paso con el cuerpo. De eso que no se habla tengo muchas páginas escritas, ¿quiere verlas?

Finalmente, esas páginas tampoco llegarán. La denuncia de Parise no es aislada. El sacerdote brasileño Rutemarque Crispin denunció desapariciones en un informe del diario El Mundo publicado en febrero de 2016: haitianos cuyos cuerpos se descompusieron en el monte por deshidratación, falta de comida o tras ser asesinados.

—Es cierto— apunta el periodista de investigación Manuel Calloquispe, quien ha seguido la pista de los coyotes y el narcotráfico en la selva peruana. —Nadie más ha hablado de esas violaciones y desapariciones. No hay documentación ni cifras ni fechas, simplemente no existen. De allí viene ese silencio impune. Cosas terribles.

***

La crisis que azotó Brasil entre 2015 y 2016 ha sido catalogada como la peor de su historia: causó una caída acumulada del PBI de 7%, el cierre de 2.085 empresas y unos 400.836 desempleos. Según el Gobierno, en 26 de los 29 sectores industriales del país hubo más despidos que contrataciones. La pérdida de industrias y de puestos de trabajo derribó las inversiones de $51.972 millones a $49.575 millones. En agosto de 2016, la destitución de la entonces presidenta Dilma Roussef agravó ese colapso, y entonces detonó otro éxodo. Fueron dos años de intensa salida, con destino a Canadá, Chile, Guayana Francesa, Colombia, Panamá, Paraguay y, principalmente, Estados Unidos. No hay cifras oficiales de cuántos haitianos salieron entonces. “Pero fueron muchos —dijo el padre Paolo Parise—. Muchos de los que acogimos, estaban varados en la frontera con México intentando cruzar a EE. UU.”.

El informe ‘Frontera Cerrada: haitianos y africanos en Tijuana’ estima que unos 30.000 haitianos, la mayoría procedentes de Brasil, llegaron a la frontera con México durante ese período en que la economía se deshacía. Al menos 234 albergues, el triple de los existentes, se activaron de emergencia. Hoy el gobierno de Joe Biden permite a los haitianos ampliar por 18 meses su estatus de protección temporal (TPS) debido al malestar social, al aumento de violaciones de derechos y la pobreza paralizante de su país. Trump pretendió anularlo en julio de 2019, pero el programa migratorio se mantuvo gracias a impugnaciones judiciales. El Ejecutivo estadounidense, en suma, protege a los migrantes que estén en su territorio “hasta que las condiciones en Haití mejoren para que puedan regresar de forma segura”. Más de 100.000 haitianos evitaron la deportación con esta medida y, debido a ese compromiso por los “valores humanitarios”, EE. UU. ha vuelto a ser un anhelo estructural.

—Igual, con todo lo que promete, no quiero ir para allá— decía Rony, que resistió la crisis brasileña, pero no la pandemia—. Ya no se puede más.

Hay un video de 2017 que navega en YouTube en un canal llamado Os Outros. Es un micro documental protagonizado por él y Joanika. Hablan de su vida en Suzano, el municipio de Sao Paulo donde vivían. Son una pareja joven con su primer hijo en brazos. La cámara sigue a Rony en un día de faena en los buses, se detiene en un plano medio y entonces canta una canción de Bob Marley.

Don't worry about a thing,
'Cause every little thing gonna be all right.

La reproduzco durante otro almuerzo. Tarareamos en voz baja.

Singin': "Don't worry about a thing,
'Cause every little thing gonna be all right!";

Afuera nuevamente se desata el aguacero.

***

Quedinei Correia, secretario de la Asistencia Social de Assis Brasil, bebe un poco de agua antes de hablar de la última crisis humanitaria, ocurrida entre febrero y marzo de 2021. Imprime unos documentos para precisar fechas, envía unos videos por WhatsApp para evidenciar el tráfico de personas —migrantes denunciando in situ ante la Policía el cobro de hasta $300 por parte de los ‘coyotes’, los transportistas o los mismos efectivos para pasar a territorio peruano— y finalmente se sienta frente al computador.

—Usted venir muy tarde —dice Quedinei—. Ya ha visto que somos un municipio desprovisto de recursos. Estamos bajo emergencia por covid-19 y dengue. Pero, aun así, el Gobierno Federal ha destinado dinero para abrigo y comida, nada más.

Habla pausado. Va de camisa deportiva y jean.

—¿Y por parte de Perú? Nada. Hemos hablado con autoridades, embajada y Policía, pero dicen que la frontera está cerrada por decreto y solo el presidente puede flexibilizarlo. No habrá solución pronta. Ya lo tenemos claro. ¿Usted habló con ellos?

Timbro a Cancillería de Perú después de la conversación. Cancillería alega que el cierre de fronteras es asunto del Ministerio de Defensa. La cartera de Defensa, a su turno, tampoco tiene respuesta.

—Aquí está la Iglesia, OIM, Cáritas Brasil —sigue Quedinei—. Atienden médica y psicológicamente. Pero es un drama cíclico que, en cualquier momento, puede salir de control. Prácticamente los migrantes están a su suerte. Por eso sería ideal que Perú habilite un corredor humanitario. Es decir, Brasil coge un migrante en un estado y lo deja en la frontera. Y el Gobierno peruano coge a ese migrante desde allí y lo suelta en su otra frontera, así evita problemas internos y externos.

Cada día, entre 15 a 30 haitianos llegan a Assis Brasil, se alojan en hospedajes locales o buscan la ‘Casa de paso’ (donde pueden dormir y reciben sus tres raciones de comida). También hay cubanos, venezolanos, marroquíes y senegaleses. Algunos intentan salir por el río que cruzo cada mañana para ver a Rony Cadet con dirección a Iñapari o vía Cobija, el municipio boliviano fronterizo con Brasil, una ruta relativamente nueva ante la ausencia policial. Rony teme a que sus niños corran riesgo, pero no ha querido cruzarlo, sobre todo, porque cree en la palabra.

—En la palabra dice obra bien —seguía Rony—, y tu dios enviará el bien sobre ti.

Ordenaba la ropa, sacudía las sábanas, espantaba a las hormigas. Sus hijos tosían y lloraban —y Joanika les daba palmaditas en la espalda—. En su neceser había un condón, los documentos de identidad, fotos tamaño pasaporte.

—Nuestra piel es la única marca que no nos deja pasar —comentaba Joanika, en portugués masticado—. Usted, blanco, cruza con facilidad.

—Usted solo entender esto si es haitiano —objetaba Rony, muy serio—. Siempre digo que haitiano carga los males porque somos prietos y pobres y feos.

***

Vi a Rony por última vez un jueves de fines de abril. Supe que dejó Assis Brasil quince días después de ese encuentro. Es probable que ahora mismo, junto a los suyos, esté camino a Haití por algún punto de Perú, Bolivia o Colombia. Tal vez él y su familia hayan caído en manos de los ‘coyotes’. Necesita volver para abrazar su duelo (la madre de Joanika falleció días después del suceso del puente) y porque quiere morir en su patria.

—Tengo a mamá allá y he decidido morir en el país que nací —decía—. Ellos, los niños y mi mujer, también van a estar conmigo. Y vamos a morir unidos como familia. Esto es una muerte lenta. Mi dios.

Eran las dos de la tarde, pero era gris, un día afligido.

—En la noche le pregunto: ¿hasta cuándo? ¿Por qué esto, mi dios?

—¿Y qué te responde? —repliqué. No hubo pausa ni modulación. Rony dijo que dios “se manifiesta con obras”.

—Con obras. Usted verá que ya saldremos de aquí. ¿Usted confía?

—Claro que sí —mentí.